La australiana Erin Patterson fue declarada culpable de asesinar a tres familiares de su exesposo al servirles deliberadamente hongos venenosos durante un almuerzo en 2023 en Leongatha. La mujer enfrentó un juicio de nueve semanas ante la Corte Suprema de Victoria, que resolvió por unanimidad que planeó el crimen pese a su defensa de accidente doméstico. Entre las víctimas figuran sus suegros y una cuñada; un cuarto invitado sobrevivió. La condena podría ser cadena perpetua.
Afuera, la bruma húmeda del invierno parecía un velo inofensivo sobre Leongatha. Adentro, la mesa estaba dispuesta con una precisión casi quirúrgica. Erin Patterson, dueña de casa y arquitecta de aquel encuentro, esperaba a sus cuatro invitados con una sonrisa apenas contenida. Lomo Wellington, anunció, como si se tratara de un gesto de reconciliación. Pero en los recovecos de su cocina, la realidad se cocía a fuego lento: cada pieza de carne albergaba el veneno de una traición irreparable.

Según detalló la versión asutraliana del Daily Mail, el fatídico 29 de julio de 2023 no hubo brindis ni discursos ceremoniosos. Don y Gail Patterson, ambos de 70 años, se acomodaron frente a platos grises; Heather Wilkinson y su esposo, Ian, a su lado, repartieron servilletas y cuchillos sin sospechar que la muerte se les colaba entre los pliegues de la masa hojaldrada.

A Erin le tocó una vajilla distinta: un plato naranja, idéntico en forma pero sin rastro de la toxina que anidaba en los otros. Nadie reparó en el detalle. Nadie, excepto quien lo ideó.
“Erin dijo que quería contarnos algo importante sobre su salud”, declaró Ian Wilkinson semanas después, todavía frágil tras su trasplante de hígado. Mencionó un bulto, un posible cáncer. “Pedía consejo para decírselo a los chicos”. En ese instante, la carne jugosa parecía un bálsamo frente a la brutalidad de un diagnóstico mortal. ¿Quién se atrevería a dudar de la anfitriona que temblaba por su futuro? Y sin embargo, la artimaña ya estaba servida.
La investigación reveló que Patterson había recolectado hongos Amanita phalloides en zonas de Lock y Outram, los cuales deshidrató para concentrar la toxina α-amanitina antes de mezclarlos en la salsa del Lomo Wellington.

Esta sustancia ataca el hígado y los riñones con una dosis letal de apenas 0.1 mg/kg de peso corporal. La elección de Lomos Wellington individuales, una variación inusual de la receta tradicional que normalmente se prepara para compartir, permitió a Patterson controlar exactamente quién consumiría los hongos venenosos.
Los primeros retortijones se sintieron cuando la noche apenas empezaba a arrastrar su manto sobre Leongatha. Fue Heather Wilkinson quien dio la alarma: un dolor agudo, un vómito negro.
Don y Gail Patterson comenzaron a sudar frío, temblorosos, incapaces de retener siquiera un sorbo de agua. Para entonces, detalla The Telegraph, Erin aseguraba sentirse igual: se llevó la mano al vientre, puso cara de espanto y dijo que había comido demasiado pastel. Los análisis posteriores revelaron la grieta en su coartada: su hígado estaba intacto.

A la madrugada siguiente, los cuatro invitados compartieron camillas en la sala de urgencias. Los médicos del hospital local detectaron rápidamente un patrón: diarrea severa, niveles de transaminasas disparados, hígados destrozándose sin remedio. Las pruebas de toxicología no tardaron en señalar el veneno invisible: α-amanitina, la sentencia de muerte de los hongos “death cap”. Uno a uno, los cuerpos cedieron.
Gail Patterson murió a las 2:15 de la mañana del 4 de agosto. Heather Wilkinson no sobrevivió más allá del atardecer. Don Patterson, recio y terco como se lo recordaría su nieto, resistió hasta el día siguiente, pero su corazón se rindió cuando los riñones dejaron de filtrar veneno.
Quedaba Ian Wilkinson, sostenido a duras penas por un hígado ajeno, trasplantado de urgencia. “No sentía nada, contó luego Ian al jurado. Me acosté, abrí los ojos, y estaba en la UCI, con un hilo de vida”.

En las habitaciones vecinas, detectives del Departamento de Policía de Victoria ya se abrían paso entre preguntas, monitores cardíacos y bolsas de suero.
Querían entender cómo un almuerzo familiar se transformó en un aquelarre de intoxicación letal. Erin, interrogada apenas horas después, negó saber nada de hongos mortales. Pero alguien, entre tubos de drenaje y hojas de análisis, empezó a preguntarse: ¿cómo podía una anfitriona permanecer tan ilesa mientras sus comensales se consumían desde dentro?
El parte médico era irrefutable: tres muertos en menos de una semana. Un sobreviviente convertido en testigo vivo. Y una anfitriona cuyo plato naranja seguía, mudo, esperando el día en que sería presentado ante el jurado.
The Mirror reseñó que en las primeras horas después del almuerzo mortal, Patterson conservó la compostura de quien sabe camuflarse.
Visitó a los médicos, simuló malestares que jamás aparecieron en su sangre y repitió, sin temblar, que ella también había probado el lomo Wellington.

Nadie sospechó de inmediato de la anfitriona cordial que ofrecía té y pañuelos a los familiares reunidos en la sala de espera. Nadie salvo un inspector, que notó el detalle imposible: su plato, color naranja, no contenía ni una pizca de α-amanitina.

Para reforzar su relato, Erin tejió una coartada doméstica. “Mis hijos comieron sobras del almuerzo”, aseguró. Un argumento tan simple como fácil de desmontar. Los análisis de los menores demostraron que ninguno había ingerido rastro de la toxina.
Los restos en la basura, cuidadosamente separados, tampoco contenían trazas de Amanita phalloides. “Mintió con cada detalle”, explicó el detective inspector Dean Thomas en audiencia. Y cada mentira la aislaba más.
El mismo día en que la policía la interrogó por primera vez, Erin Patterson se subió a su auto y condujo en silencio por la carretera hasta un vertedero de Korumburra. Llevaba en el asiento trasero una pieza crucial de su coartada: un deshidratador Sunbeam, pequeño, anodino, sucio todavía de esporas invisibles. Lo sostuvo unos segundos sobre el contenedor, como si dudara. Luego lo dejó caer.
No hubo testigos que pudieran explicar por qué una madre de familia desechaba un aparato de cocina en mitad de una investigación por triple envenenamiento. Ni siquiera Erin fue capaz de sostener una versión coherente cuando la policía, días después, tocó a su puerta para preguntar por ese electrodoméstico. “Nunca tuve un deshidratador”, respondió cruzada de brazos”. Los agentes ya sabían la respuesta.

Los operarios municipales encontraron el artefacto entre bolsas de comida podrida y latas oxidadas. Fue sellado, etiquetado y trasladado a los laboratorios del Victorian Institute of Forensic Medicine, donde un técnico se quitó los guantes y susurró: “Aquí está todo”. Huellas dactilares de Patterson en la tapa, rastros de α-amanitina incrustados en la bandeja metálica, fibras de hongos death cap adheridas como cicatrices.

“Fue una reacción instintiva y estúpida… Temía que me culparan y me quitaran a mis hijos”, balbuceó Erin cuando el fiscal la arrinconó en la sala de audiencias. Para la acusación, aquella maniobra no fue pánico. Fue método. Una pieza más del “encubrimiento sostenido” que la fiscal Nanette Rogers pintó ante el jurado: eliminar pruebas, negar lo obvio y presentarse ante la comunidad como madre afligida. El deshidratador, convertido en vestigio mudo, rompía la fachada.
Cuando la policía halló el deshidratador en Korumburra, la fachada empezó a agrietarse. Patterson insistió en que jamás había usado tal aparato, pero su historial digital hablaba en otro idioma. Entre sus búsquedas aparecían entradas en iNaturalist, foros de identificación de hongos, y una consulta específica: “Amanita phalloides Lock/Outram”. Nada de recetas de cocina, nada de preguntas sobre salsas o pasteles. Solo hongos letales y coordenadas de recolección.
Para la fiscalía, cada engaño revelaba un patrón. Inventó un cáncer que jamás existió para atraer a Don y Gail Patterson. Simuló compasión cuando Heather Wilkinson perdió la conciencia. Fingió náuseas para borrar cualquier sospecha de inmunidad. Y cuando la primera grieta se abrió, arrojó el deshidratador como quien se deshace de un arma cargada.
Tres personas murieron y una casi muere. “Debemos recordarlas, no olvidar la gravedad”, diría Thomas ante la prensa. Una frase que resonó como epitafio para la familia que confió en un almuerzo de reconciliación, sin imaginar que estaban sentados frente a la coreografía final de su verdugo.

Mientras tanto, el sobreviviente, Ian Wilkinson, aguardaba su segunda oportunidad de testificar. Sabía que ese cilindro de acero inoxidable, olvidado en un basural, encerraba la verdad más brutal de la tarde en que mordió un beef Wellington. Un testigo de metal que no mentía.
El contexto familiar proporcionó elementos cruciales para entender las motivaciones del crimen. Patterson mantenía una relación compleja con la familia de su exesposo Simon Patterson tras su separación en 2015. Aunque compartían la custodia de sus dos hijos, en 2022 surgieron conflictos significativos por pensiones alimenticias y gastos escolares.
Mensajes privados de Facebook revelaron la verdadera actitud de Patterson hacia la familia de su exesposo: “Esta familia, juro por Dios… Estoy harta de ellos” y “Son una causa perdida”. Esta correspondencia contrastaba marcadamente con su comportamiento público, llevando a la fiscalía a describirla como “una mujer con dos caras: amable en público, resentida en privado”.
Las tensiones se intensificaron cuando Don y Gail Patterson se negaron a mediar en las disputas financieras entre Erin y Simon, generando un resentimiento que la fiscalía presentó como elemento motivacional del crimen. Con la muerte de los Patterson, los hijos de Erin perdían a sus únicos abuelos supervivientes, consolidando efectivamente su custodia exclusiva.

Simon Patterson no supo que estaba a un mensaje de la muerte hasta que el fiscal colocó en pantalla la cronología de aquella noche. Era viernes 28 de julio de 2023, pocas horas antes del almuerzo mortal. Erin le escribió para confirmar su presencia: “Vení mañana, vamos a contarlo juntos. Los chicos tienen derecho a saberlo”. Se refería a la mentira del cáncer. Pero Simon, desgastado por discusiones recientes, respondió tarde. Se disculpó. Tenía otros planes. No iría.
En el banquillo de los testigos, Simon contó que la cancelación no fue más que un detalle logístico. “No podía imaginar que eso me salvaría la vida”, dijo, la voz quebrada.
Los investigadores encontraron en su teléfono un historial de mensajes que, para la fiscalía, revelaba algo más oscuro: días antes, Erin había escrito sobre supuestos “problemas digestivos”, sugiriendo que Simon podría haber sido un ensayo, una prueba previa de envenenamiento. Nadie pudo probarlo con certeza, pero el fiscal Nanette Rogers fue tajante: “Si hubiera estado en esa mesa, hoy sería otro nombre en la lápida.”
Esa silla vacía quedó como un fantasma en la escena del crimen. La vajilla naranja, reservada solo para Erin, reforzó la teoría de la fiscalía de que cada porción estaba calculada, cada plato contaminado de forma selectiva. Simon, con su ausencia, rompió la coreografía que su exesposa había diseñado para que todo pareciera un accidente.
Cuando la sentencia se leyó en la Corte Suprema de Victoria, Simon estaba allí. Fue uno de los primeros en salir, sin declarar palabra. La única vez que su voz retumbó ante el jurado fue cuando dijo: “Mis padres me salvaron muchas veces. Esta vez no pude salvarlos yo.”